Publicado en el libro: La crónica como antídoto, UNAM, 2016
Octavio Paz describió a los Pachucos como personas con una herida que se exhibe, como un adorno bárbaro, caprichoso y grotesco. Su contexto rebelde se vio opacado por esa vestimenta que mostraba exageración, resultado de ser ignorados en una sociedad que no les pertenece Y qué decir del Pachuco de oro: Tin Tan, que inmortalizó la indumentaria a través del cine Mexicano; pantalón holgado, entallado de la cintura y de los tobillos, saco largo, tirantes y sombrero con pluma.
De esa manera vestía el hombre que tenía frente a mí. Su vestimenta rememoraba las cintas en blanco y negro. Se veía extravagante en estos tiempos, ajeno, anacrónico. Se acerca y origina una conversación ágil y sorprendente.
Estando en su refugio me desliza una fotografía, en ella no aparenta llegar a los treinta años. Sentado en una banca en algún jardín, o algún parque de San Luis Potosí junto con sus dos hijas y su esposa. Jovial. Ahora ese saco refleja su corpulencia perdida. Cubriendo su pequeña y encorvada silueta. Sus manos percudidas sujetan una cubeta roja que contiene unos flanes que demuestran claramente el retroceso de cuajado. Otras veces lo vi pasear a media noche por la colonia ofreciendo la diluida mercancía, mientras que el sombrero con pluma servía para ganar confianza entre sus compradores nocturnos a través de una reverencia. Y él diluyéndose entre las calles.
Un dejo de resentimiento se nota de cuando niño, de esa colonia de la cual fue despojado; de la ciudad a provincia, del ruido a la calma de pueblo. “De aquí me sacaron en segundo de secundaría, me encabroné un chingo, ya iba a pasar a tercero, iba a ser de los grandes, y además dejé a todos mis cuates, me llevaron a San Luis Potosí; un lugar seco, árido, la gente arisca, tosca, celosa”.
Su mente lúcida brinca de un lado a otro; de la fotografía a los libros, de la evolución de las cámaras fotográficas mecánicas a los escritores clásicos: García Márquez, Juan Rulfo. Una simpatía por el Realismo Mágico se refleja en su memoria. Quizá por su transición de la ciudad al campo, de una comprensión obligada a un contexto real, vivido en recuerdos, plasmada en una realidad sobrenatural o “mágica”.
Ya no se comprende si la causa de su ansiedad sea por el síndrome de atención dispersa (hiperactividad), el que su familia tardó en descubrir y reconocerlo, o es el efecto de la piedra, que hace que no deje de moverse. De niño encontró la soledad de los grandes pasillos, la frialdad del lenguaje y la presión que provocaba distanciamiento por la disciplina de los estudiantes. Halló amparo en la biblioteca, observando libros de fotografía, pintura, escultura, mientras esperaba a su tío, quién cursaba el doctorado en North Carolina. Imagen tras imagen fue construyendo su paradigma visual, ése que le brindaría ventaja en su desarrollo como fotógrafo, director, productor, editor de revista, redactor y pintor.
Dentro de la conversación yo trataba de comprender el sentido de autodestrucción que Carlos mantenía.
Si bien, el síndrome promete errores en el desempeño escolar que dificultan el desarrollo del individuo, a él le brindó una ventaja, buscar la manera de expresarse, leyendo, revisando manuales de fotografía, realizando bocetos, absorbiendo las artes por todos lados.
─ ¿Por qué estás así? ─ pregunto.
La cabeza se mueve aletargada y reafirma no estar presente mientras intercambiamos palabras con su mirada perdida. Las ideas parecen ser cortas porque él no se detiene para respirar, parece no llegar a ver el final de la conversación.
Una pequeña accesoria ubicada en la colonia Peralvillo, ahora es estancia de sobrevivencia para dialogar con la soledad o con la piedra (crack). Supongo que el rotulado del exterior “Flanes y gelatinas” sirvió para tener ingresos en la temporada navideña. Cuando la noche se alumbra por todo el folclore de un mercado tan popular como lo es el mercado de Beethoven. Lleno de fritangas, tacos, pambazos, quesadillas, pozole, el tradicional ponche y para terminar un rico postre.
Me enseña otra fotografía. ─ ¿Ya viste mi cara, ya viste mi cara? me cuesta trabajo encontrar lo que me trata de indicar. De primer vistazo veo un bebé abrazado por una persona. ─ ¡Ya viste!, ¡ya viste!, insiste. Aplico el zoom tratando de evidenciar el detalle. Unas cejas fruncidas en un infante de no más de 12 meses de nacido me hace expresarme en voz alta.
─ ¿Estás encabronado?
─ ¡Exacto! ¡Exacto! Mi padre sólo me abrazaba cuando estaba borracho.
La única lámpara que hay marca las sombras de los recortes de las mujeres desnudas que cuelgan por su escritorio es el único indicio de luminosidad dentro de la accesoria de dos metros de ancho por cuatro de largo. Una grabadora que nunca se apaga sirve como atmósfera de compañía. Entre la oscuridad se ven algunos cuadros que cuelgan sobre el cuarto de color verde; La Virgen de Guadalupe en proceso ─ esa me la encargaron con cien varos─ una santa muerte, ─de otro encargo, aún sin terminar por falta de presupuesto─. Mientras observo el detalle de las pinturas me explica la elaboración de algunos marcos.
Sumergido entre ropa y revistas se encuentra una mesa con un espejo. Basura, chácharas, ceniza, mota, más recortes de chicas desnudas. De un cajón saca más revistas dobladas, recuerdos de sus textos acompañados con fotografías, su vida. Levanta los negativos para verlos a través de la luz: autos y mujeres.
En San Luis Potosí trabajó como mimo. De ahí comenzó a trabajar en la televisión inmediatamente, su naturaleza para hablar, su empatía y sus habilidades para crear lo llevaron a ser el primer productor de un programa en vivo que tenía tres conductores, dos sets de una hora (en aquel estado, en ese momento, algo civilizatorio). “Cámara uno ciérrate a Ana Isabel; two shots, two shots. Dame la tres abierta. Voy contigo dos. Cámara dos al aire. Estás fuera tres. Estás al aire dos, panéate, sí, vas. Vamos con la cuatro, talk back”.
En una de sus entrevistas conoció a Michel Jourdain, que le extendió una invitación para asistir un fin de semana a las carreras del primer autódromo de San Luis Potosí. “Eran unos polvodromos”. En tierras áridas se sintió ansioso y desesperado, preguntó qué podía hacer; fue abanderado por ese día. Sus inquietas ganas por conocerlo todo lo colocaron en la torre de control tomando los tiempos de llegada de los autos, dos cronómetros en las manos apuntando milésimas de segundo en listas, en papeles. Ingresó en el equipo organizador de las carreras asignado como encargado de prensa: reportero, fotógrafo, empapándose en el mundo del automovilismo para la revista Autosport.
Ahí dejo a su primer matrimonio por una escultural mujer con quien compartió seis años y dos hijas. Después, ella partió cuando la fortuna y el éxito se evaporaron como el calor de una región seca. No ha vuelto a saber de ellas tres. Nada.
─ ¿Por eso vives así?
─ Es una etapa, es conocimiento, estoy aprendiendo a vivir de esta manera y lo disfruto.
Su respuesta fue ágil, rápida. Sin embargo, seguía sin responder de manera clara.
Su memoria resplandeciente cita nombres de inversionistas, empresarios, políticos, artistas, actores al instante. No desvanece. Doy unos pasos para observar los detalles de sus pinturas. Pero resulta difícil por la alfombra de ropa que se esparce por el cuarto mal alumbrado. ¿Quieres tetrahidrocanabinol? Me invita. Un alto porcentaje de los bienes que coexisten ahí proceden de la calle.
Meses atrás descendí de mi auto a tirar la basura al depósito del mercado. La oscuridad y el mal olor es ideal para atraer a los perros y las ratas. Alguien que hurgaba entre los deshechos de los demás se acercó para ofrecerme su ayuda. Vi su rostro pálido, era Carlos, con los ojos sumidos hasta la nuca. Estaba con la quijada trabada, la boca seca. Ya tenía un carrito de supermercado lleno de cosas: cajas, botellas, sartenes… días después, me llevó a ofrecer algunas cosas.
─ ¿Presta unos 10 varos, pa completar, pa la piedra?
─ ¿Cuánto cuesta?
─ ¡50 varos, para el efecto de 20 minutos: es una mamada!
El estereotipo del vagabundo sucio que vive de la calle, del que su mente solo repite un diálogo que lo separa de los demás y lo mantiene en la calle se parte con Carlos.
Tirado sobre la banqueta y con el ojo inflamado por un puñetazo, espera. Las burlas se hacen presentes de un par de desconocidos por verlo abatido e inofensivo. Me pregunta:
─ ¿What can i do?
─ ¿When will you stop this?
─ I can´t tell you that. Its a fucking secret.
Los paseantes se sorprenden de nuestro diálogo, sus miradas burlonas se transforman en rostros de llenos de extrañeza: “No, pus, se ve qué si sabe”, repiten por ahí, y una línea invisible de respeto los aleja.
Tal vez, el efecto del síndrome de atención logré fastidiar lo alcanzado, lo aprendido, lo olvidado. Llevándolo a conseguir algo más. Tanto que se cansó de su vida de lujo, del dinero, de las mujeres, del arte. Inconforme e insatisfecho de todo y de sí mismo. Fue mimo, teatrero, fotógrafo, redactor, abanderado, columnista, editor, productor, conductor, pintor, empresario, narrador, esposo, padre, hijo. Demacrado y con dolores en el organismo recorre las calles de la colonia en busca de basura para intercambiarla por monedas para conseguir el exceso de todos los días. Ahora es pepenador, alcohólico, adicto a la piedra. Quizá se fastidie de esta etapa. Quizá la próxima vez ya no lo vea. Quizá la próxima vez lo vea con fuerza y con brío. Contándome el nuevo ciclo de su vida.