Texto publicado en la revista Palabrijes, UACM, 2013
El frío de la mañana se dispersaba entre los cuerpos. Grupos de inconformes se habían citado desde las 4 am. Destino: Palacio Legislativo. Los primeros brotes de coacción aparecieron hacia las 6:45. Desde esa hora se percibían ya las señales de lo que los capitalinos vivirían aquel día. Algunos grupos de manifestantes que estaban en contra de la toma de protesta de Enrique Peña Nieto mantenían un enfrentamiento con las fuerzas del orden. San Lázaro se encontraba paralizado desde días antes: múltiples vallas metálicas rodeaban el recinto en donde se ungiría al nuevo presidente del país. Era primero de diciembre de 2012 y la ciudad de México despertaba tensa y frustrada, con ansias de redimir la generalizada impotencia.
Cuando decidí venir sabía que podía haber enfrentamientos, pero no creí que adquirirían la dimensión que alcanzaron. De un momento a otro, todo comenzó a ocurrir. Mientras algunos manifestantes corrían y lanzaban objetos contra la policía, el cielo de esta parte de la urbe empezó a teñirse de rojo: los gases lanzados desde el cerco metálico le abrían surcos al aire mañanero. Los proyectiles iban en todas direcciones, pero no rebasaban, todavía, una pequeña zona de combate. Desde donde yo me encontraba podía ver las salidas del metro, los puestos de comida y los peatones que observaban, con rostros descompuestos, lo que iba aconteciendo. Me acerqué al muro de los policías, manteniéndome a un lado de los inconformes. Intentando obtener buenas fotografías. Al igual que los demás, debía estar alerta al sonido de las explosiones que nos rodeaban por un lado y otro. Disparaba mi cámara contra todo lo que me parecía de importancia. Clic. Trataba de no quedarme quieto. Clic. Buscaba estar en todas partes. Clic. Clic. Clic.
En ese momento no comprendí que me encontraba en medio de una hostilidad apremiante. Actuaba con el cuerpo, no con el pensamiento. Lo que atestigüé era una conflagración instantánea. Parecía el simulacro de una guerra civil sin recursos: las armas eran resorteras, piedras, botellas, tubos y precarias bombas molotov; los paliacates funcionaban, inútilmente, como máscaras antigás. De hecho, todo resto de la infraestructura urbana, se transformaba, según los manifestantes, en arma eficaz: los postes del alumbrado, cargados entre varios, servían como proyectiles. En cierto momento observé una escena de total arrojo: un hombre de avanzada edad, ofuscado de coraje, partía adoquines contra el suelo; de ese modo producía heterogéneos proyectiles que eran recogidos por jóvenes para lanzarlos, desde la distancia, contra las vallas. Éstas eran el blanco central de los manifestantes; buscaban derribarlas. Las náuseas provocadas por los gases ahuyentaban por breves momentos a los rijosos. Mi improvisada máscara antigás –playera sujeta al rostro– no lograba apaciguar mi propia tos, la única opción era salir del ambiente hostil, tomar aire, regresar, fotografiar y salir de nueva cuenta. De cualquier modo, estaba dentro de la zona más conflictiva, la cual para estos momentos había expandido sus dimensiones físicas y sonoras. No había consignas. Sólo estruendos, insultos, gritos. Es como si alguien le hubiera subido el volumen a lo que me rodeaba; la realidad estaba de pronto repleta de excesos.
En medio del horror, también había espacio para oasis imaginarios. Una armonía anarquista fluía como escena al mismo tiempo apocalíptica y utópica: grupos de rescate auxiliando a los heridos por balas de goma; jóvenes orientando la retirada de los combatientes cegados por los gases; mujeres-lazarillo dispuestos a aliviar el ardor de ojos ajenos con chorros de Coca-Cola…La solidaridad también era un incentivo para la ofensiva. En cierto momento, una agrupación de remolque se había organizado y había conseguido un camión de volteo. La fuerza física de empuje no fue suficiente para envestir al grupo de seguridad pública que se mantenía resguardado detrás del muro. Sin embargo, un avispado individuo logró encender el vehículo y lo estampó contra las vallas. Esto avivó a todos los participantes a una confrontación más cercana y directa. Se había cruzado un umbral. En adelante, la refriega adquiría otra dimensión.
Después, se corrió a voces que un proyectil le había abierto la cabeza a un manifestante. Se decía que estaba muerto o en coma. La adrenalina y un instante de conciencia me hicieron resguardarme detrás de unas jardineras en el intento por asimilar la gravedad de lo que estaba sucediendo. Sentí temor, el nerviosismo fue inevitable. No pertenecía a ningún medio de comunicación que pudiera respaldarme. Había ido a tomar fotos por mi cuenta. Venía como simple freelance, con las pocas garantías que esto pueda otorgar. Además, formar parte del bando en el que físicamente me encontraba, me ponían en el lugar propicio para ser tachado de provocador, rebelde o delincuente. En un país con decenas de periodistas asesinados, traer una cámara no me brindaba mayor seguridad. “¿Qué madres hago aquí?”, me pregunté de inmediato. Si recibía un balazo o una herida de cualquier magnitud, tendrían que responder mis familiares más cercanos, pero al final las consecuencias caerían sobre mí. Podría quedar cojo, tuerto o descalabrado, o en el mejor de los peores escenarios, ser golpeado incesantemente por el cuerpo policiaco, como ya le había sucedido a muchos otros. Me percaté entonces que sólo traía conmigo mi cámara y algunos lentes, sin advertir que cualquier ligera protección física era de suma importancia. Algunos reporteros, fotógrafos y hasta los manifestantes habían asistido portando armaduras domésticas: casco de bicicleta, guantes de algún tipo, máscaras antigás, googles y demás. Improvisados, de cartón o de plástico, lo importante era disminuir el dolor posible o evitar que te sacaran un ojo con todo lo que pasaba volando cerca de la cabeza. Me estaba arriesgando por nada, pensé en ese momento, pero me sobrepuse. No se trataba de demostrar valor, pero sí de controlar todas las emociones negativas que me asediaban. Me decidí a intentar conseguir lo que mi inconsciente ya había programado: fotografías.
Miré a mi alrededor y observé un escenario desorbitado. Clic. La calle había perdido todo sentido de normalidad. No era que reinase habitualmente en esas calles la serenidad y la ley, pero ese día la violencia cotidiana, la natural barbarie, se había vuelto catástrofe. A unos metros de distancia una llanta se quemaba y soltaba un aroma cerril. Clic. Mientras huía del malsano efluvio, pensaba en los que estábamos presentes y en los que se quedaron, cómodos, viendo la televisión. ¿Quién había tomado la mejor decisión? Para mí era necesario estar ahí, aunque fuese para incrementar la sombra de los ausentes.
Ya antes de la organización de la protesta, algunos decían que todo esto no era necesario, que carecía de sentido ejercer actitudes violentas contra las fuerzas de seguridad del Estado, pues éstas justo tenían la función de estar ahí para provocar. Sin embargo, el deseo fallido de libertad y la decepción acumulada, la necesidad de protesta y el desencanto transmitido por generaciones, generaban alivio y desahogo a través de cualquier expresión de inconformidad ante un gobierno que presentaba como valores ostensibles la corrupción, el cinismo y la impunidad. En eso, los manifestantes y yo éramos iguales. También estaba hundido yo en la impotencia. La vida para mí también era un gran resentimiento. Por eso estaba ahí. Atado a mi propia arma: la cámara, que no dejaba de utilizar. Apretar el disparador era lo único congruente que lograba equilibrar mi situación emocional. Mientras yo pensaba esto, el jefe de gobierno, Marcelo Ebrard, informaba en los medios de comunicación que no había enfrentamientos, que no pasaba nada, que en la Ciudad de México no había una batalla. Mostrar lo que realmente estaba sucediendo sería mi forma de protestar.
De vez en cuando podían verse chorros de agua salir desde el lado enemigo, apuntando contra algún manifestante. Al mirar el piso, recordé esas imágenes que suele ver uno en la carretera cual alucinaciones efímeras: el asfalto mojado que acecha a corta distancia y después desaparece. El problema es que acá la alucinación no era engaño de los sentidos, sino realidad transfigurada. Y la pesadilla, en lugar de esfumarse, se extendía. Luego de varias horas de inoperantes refriegas, los manifestantes (y yo con ellos) abandonamos las cercanías de San Lázaro para llegar al Zócalo de la ciudad, al Palacio presidencial donde Peña Nieto daría el discurso inaugural de su sexenio. Sin embargo, no pudimos llegar hasta ahí. Otra vez la imposición del orden, la muralla represiva, la cortina que le permitía al nuevo presidente aparentar estar al frente de otro país.
Mientras el día avanzaba, no se vislumbraban horas mejores que las previas. En Bellas Artes, los policías tenían la orden de no dejar acceder al cuadro principal del Centro Histórico. Aparecían cadenas humanas de seguridad por todas las calles: 5 de Mayo, Madero, Eje Central por ambos lados… la única opción era replegarse por Avenida Juárez. No pasó mucho tiempo para que comenzaran los disturbios. Todo estalló, otra vez, con velocidad inusitada. Los comercios cercanos fueron fuente de suministros para enfrentar al grupo de seguridad. Las calles se llenaron de establecimientos masacrados, vidrios rotos, pintas. De pronto el fuego, el caos, la violencia. Bellas Artes parecía el escenario de una película de otra época: me parecía estar en Santiago en septiembre de 1973, o en Dublín durante los años del ERI. Como aquí no había, como en San Lázaro, cercas metálicas, los escudos de los granaderos recibieron toda la presión de los contrincantes. Clic. La lucha era más cercana y violenta, pero la estrategia policiaca debilitaba, cada vez más notablemente, a los manifestantes. La atmósfera se volvió de gran incertidumbre y vulnerabilidad. Comenzaron algunos arrestos y en ese plano todos podíamos parecer sospechosos. Vi de pronto cómo golpeaban a un joven entre varios uniformados (clic), mientras al otro lado de la plaza una cerca de escudos ardía en llamas gracias a una molotov (clic). En medio del desconcierto me dije “este país ha perdido todo sentido de sensatez”. Mientras, yo no paraba de disparar hacia todo lo que se movía. Clic, clic, clic…
El cuerpo de seguridad señalaba a personas, hombres y mujeres, corrían tras de ellos, algunos con más rapidez lograban zafar otros eran golpeados y arrastrados, se perdían entre la multitud de uniformados que cerraban el paso para evitar retratar el maltrato. Así se fue la tarde. Después me enteraría de los infiltrados y los provocadores pagados, de los arrestos arbitrarios y los fotógrafos encarcelados, de los innumerables excesos policiacos. Aquella tarde fue la entrada a un continuo porvenir.