Texto publicado en Tierra Adentro:
La percepción de la realidad se transforma cuando en tu trabajo suspenden actividades por la cuarentena, pues hace dos días te encontrabas en Hamburgo (ciudad en el norte de Alemania). El rumor del viaje se esparce fuera de la oficina. Para esto, el jefe decide tomar medidas de precaución y te pide que realices home office. Haces cara de sorprendido porque piensas que no deberían usar ese término de la lengua inglesa cuando pueden decirte que trabajes desde la comodidad de tu casa.
Y como en México “todo se les va en risas”, quizás ocultando la preocupación de las circunstancias, comienzas a vacilar tocando a los colegas del trabajo como si tuvieras “la peste”. Ellos uniéndose a la festividad como si te hubieras sacado el avión presidencial, te cantan “La cumbia del coronavirus” de un cabrón desconocido que tiene 3 millones 295 mil 68 visitas a partir del 29 de enero de este año. Mi jefa inmediata me dice: ¡suertudo! Aunque sea iré al Barrio Chino para ver si también me dan home office.
Días previos, en la ciudad alemana, la situación se divulgaba por la radio y los noticieros. No entendías nada por el idioma, pero ponías cara de preocupado. Afuera, la vida cotidiana era la misma como el final de cualquier invierno: viento, lluvia, clima frío y poca gente a las calles. En el U-bahn (Metro) no veías ninguna medida de precaución, y eso que los alemanes se caracterizan por tomar todo en serio y ser exageradamente cautos.
El miércoles 11 de marzo te encontrabas entregando tu pasaporte junto con el boleto de viaje al personal de la aerolínea Iberia. La seguridad del aeropuerto de Hamburgo siempre es tensa. Siempre es rígida. Siempre es estricta. Es posible que mantienen una vigilancia excesiva por el acontecimiento sucedido en los Estados Unidos. En el 2001 varios aviones se estrellaron en las torres gemelas y otros lugares de norte américa. Las investigaciones de los pasajeros de los aviones arrojaron que dos personas habían salido de la ciudad portuaria de Alemania del norte. Esos hombres eran supuestos estudiantes de algún instituto de Hamburgo. Esto es algo que dicen los habitantes como un acontecimiento peculiar de la ciudad. Pero, todo eso ahora parece olvidado. Porque la seguridad parecía haber tomado té de tila y no te topaste con ningún protocolo relacionado con el virus.
En la máquina infrarroja te detienen y te acompañan a una revisión minuciosa en donde demuestras que no tienes nada en los calcetines y la bolsa pequeña del pantalón. Te piden que saques lo que hay y muestras un bulto pequeño con unos billetes de Sor Juana.
Te sientas en uno de los asientos apretujados mientras escuchas las instrucciones del piloto para comenzar el recorrido. En todos tus viajes acostumbras usar una chamarra o sudadera, aparte de la cobija que te da la aerolínea, porque siempre bajas del avión con un resfriado provocado por el aire acondicionado. Pero esta vez no has ocupado tus prendas, pues el clima ha sido demasiado cálido para un vuelo.
Tres horas después, te encuentras en Madrid, España, esperando el vuelo de conexión a la Ciudad de México. La vida en los aeropuertos se podría comparar con la de los hospitales; el olor a desinfectante te remonta a tu estancia en algún de ellos. Por el altavoz anuncian que el viaje será compartido con otra aerolínea. Eso significa que en el vuelo te encontraras con personas de otro avión.
Cuando te abrochas el cinturón te das cuenta que el asiento contiguo está libre. Eso es una comodidad privilegiada, viajar sin el de junto durante once horas. Sin embargo, esa alegría es momentánea porque un hombre con acento español te pide permiso para ocupar el lugar. El avión despega durante el día, no te permite dormir. Procuras ver el menú de películas traducidas al “español de España”. A pesar de escuchar los filmes con auriculares te llega el sonido de la tos del intruso de tu derecha. Lo ignoras y tratas de concentrarte en la trama de la película. No obstante, el silbido del escurrimiento nasal llega a tus oídos. Naturalmente, sientes una incomodidad que no debería de estar sucediendo si esa persona se hubiera quedado en su lugar asignado.
De pronto tu cuerpo comienza a sentir escalofríos y un leve cosquilleo detrás del cuello. Te tocas la frente pensando en algún síntoma y descubres que no tienes nada. Después de unos minutos comprendes que los padecimientos no son físicos, sino que son generados por tu mente. La sugestión te invade.
En un instante imaginas tu muerte por un virus contraído en tu último viaje a Europa. Recuerdas que siempre es mejor quedarse en casa y no salir para evitar al mundo y sus pequeños detalles; como una pandemia, por ejemplo. Piensas que te detendrán en el aeropuerto y te llevarán a un hospital como si fueras un delincuente. Te diriges al baño y te lavas las manos porque tocaste la puerta. Y antes de salir repites la maniobra.
Regresas a tu lugar y la angustia se calma cuando descubres que tu acompañante revisa en su computadora algunas fotos con algunos casos de acné y cicatrices. Algo así como los infomerciales donde muestran a las personas con un antes y después. Para tu satisfacción, comienzas a fantasear y supones que es un médico o algo relacionado con la salud. Y te imaginas que ya ha aplicado sus patrones de higiene personal. Además, tu paranoia disminuye cuando el piloto explica que el aire del avión usa un sistema de ventilación que renueva el aire unas veinte veces cada hora.
El aeroplano aterriza y comienza a escucharse ¡clic!, ¡clic!, por doquier, el sonido resulta ser un alivio porque la gente se libera del cinturón de seguridad. Cuando tomas tu maleta y estás listo para desalojar el avión los altavoces ordenan a más de diez personas salir de inmediato de la nave. Te indican que nadie puede descender antes que ellos. Al despedirte del personal del vuelo en la puerta y caminar por el puente te recibe una chica con un traje blanco que te recuerda los documentales de Chernóbil. Ella te observa mientras te dice: bienvenido.
Cuando llegas al área de migración hay dos filas que separan a los nacionales de los extranjeros. Y cerca de las filas nacionales hay una oficina inflable donde llevan a los chicos que mencionaron por los altavoces. Son jóvenes menores de veinte años. Todos visten ropa deportiva con el escudo de un colegio en la espalda. Quizá llegaron de Italia y transbordaron en Madrid.
Los dos días desde tu llegada hasta tu “aislamiento” son momentos de cotidianidad. Los hombres que limpian parabrisas siguen abollándote el auto. En las quesadillas siguen pidiendo quesadillas con queso. Es cierto que el impacto del virus viene por etapas. Pero, acá, hasta el momento, no sucede nada y solo te enteras que la gasolina ha bajado unos pesos.
La Ciudad de México se construye de varias formas. En algunos lugares la gente se prepara para el apocalipsis comprando kilos de papel de baño. En otros, los más populares, abunda el comercio informal. Ahí donde habitan las personas que generan sus ingresos día a día. Para ellos no existe la enfermedad sino hasta que ya no puedan caminar o respirar. Los barrios como la Merced, la Guerrero, Tepito, la Lagunilla, por mencionar algunos, seguirán en pie de lucha laboral porque deben de pagar las rentas. Mientras, otros sí tienen el privilegio de ver caer el mundo desde la comodidad de sus casas.
Recuerdas lo acontecido allá por el 2009. Cuando se vivió algo similar. Hiciste lo mismo: salir a la calle a ver cómo la gente vivía con la crisis. Y te das cuenta de hay ciertas similitudes. En los cafés todos son epidemiólogos y saben todo acerca del virus, y escuchas que recetan mezcal, té y cocaína para la enfermedad. En el transporte público escuchas que el amigo de una amiga tuvo COVID-19 y ya se recuperó y ahora es inmune hasta de la corrupción. Ahora, con las benditas redes sociales, te das cuenta de que, en los medios de comunicación, están haciendo énfasis a los chayoteros: la culpa del coronavirus es por el presidente Obrador.
Mientras vives refugiado en tu departamento esperando que ningún síntoma aparezca, no sabes si la paranoia ha invadido el piso de la oficina. Viajar es un verbo que debería ser constante en la vida de los individuos. Sin embargo, hay ocasiones en las que es mejor gastarse la tanda en otra cosa que no sea en un vuelo para no vivir una experiencia engorrosa. Pero, por el momento, sigues trabajando en calzones frente a la computadora y viendo cómo el mundo se transforma desde las noticias de tu ordenador.